Cien veces al
año, cien, se repone en vivo la genial película de J.A. Bardem. No está
previamente anunciada, se desconoce el lugar y la hora exacta, es un
secreto el nombre de los actores, del director... pero inexorablemente
se programa. Tras cada proyección se suceden las anónimas y crueles
lágrimas en cien hogares, cien, y el recuerdo permanecerá eternamente,
cien eternidades de soledad, de ausencia. Cien fogonazos, cien puñales,
cien torsos ensangrentados en los arcenes, cien veces cien
desesperaciones, cien madres, cien, cien, cien.....
Inexorablemente,
como el devenir del después tras el ahora y de este tras el antes, cien
cunetas se alimentan de rojo cruel. Inapelablemente cien coches
desgarran, cien ambulancias aturden, cien agujeros esperan. Terca,
testaruda, tenazmente... cien.
Una vez, el
elegido por la fatalidad, pertenece al idolatrado mundo de lo
mediáticamente reseñable, y recordamos a los otros noventa y nueve. Es
tan hipócrita el resueno que en la lista de los ausentes nunca aparecen
los que usan la bicicleta sin fin deportivo, sólo para ir a su trabajo, a
su casa, al bar...para desplazarse sin coche. Utópicos mentecatos del
pasado
Cien frutos en flor, cien espigas en primavera, cien colores, cien olores, cien amores pendientes, cien besos robados, cien claveles carmesí, cien cipreses, cien.
Clamamos contra la ley de la gravedad. Pero el coche, que insufla velocidad a nuestro espíritu colectivo, es el fetiche sagrado de nuestra civilización. ¡Ave coche, los que van a morir te saludan!. Cien.
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