lunes, 28 de mayo de 2012

A por el destino


Cuatro minutos fue el tiempo que tardó el Celta en decir que no estaba para tonterías. Cuatro minutos tardé en escuchar la pregunta de rigor: ¿Te creías que íbamos a subir? Lo llevas claro. La polisemia es lo que tiene, genera confusión cuando el emisor y el receptor no convienen a priori la acepción que dan a la palabra en cuestión. Creer es un verbo que carga demasiado peso en sus pocas letras. Mi descreído interlocutor hacía uso de la primera acepción, tener por cierto algo a lo que el entendimiento no alcanza. Racionalmente es incomprensible que un equipo que se ha mostrado superior a sus rivales y que se juega mucho más que ellos fuera a dejar escapar su opción. Sería como pensar que los milagros existen. Yo creía porque hacía caso a la cuarta: tener algo por verosímil o probable. El fútbol nos ha enseñado que inverosímil no hay nada, que su fuerza radica en su imprevisibilidad y, precisamente por eso, cada partido es un relato del que no conocemos el desenlace. Esta regla tiene su excepción avalada por una historia de la que nadie se libra: si un resultado interesa a los dos contendientes, estos dejan de serlo y el marcador dibuja lo previsto.
La regla y la excepción se dieron la mano. El Celta ganó, sí, pero encomendado a todas las meigas. Ahora está a un punto del ascenso y se enfrenta a un Córdoba que está a otro de la promoción. Recuerdan aquel Valladolid-Celta con Zorrilla cantando «que se besen». Pues si en la olla hay los mismos ingredientes es probable que el guiso sepa igual.
Para haber llegado a esta situación el Valladolid tuvo que salirse del camino trazado y así fue, veinte minutos infaustos emborronaron una buena primera hora en la que Nauzet demostró que cuando elige la opción que el juego requiere es un gran jugador. Cuando te remontan así no se sabe en qué medida es responsabilidad propia o mérito rival. O ambas cosas. Lo cierto es que cuando las aguas se pusieron turbulentas, cuando se necesitó a alguien que aliviase la mente, todos se acordaron de unas fibras rotas, las del futbolista que construye puentes en cualquier circunstancia y que, maldita lo hora, ha dejado huérfano al grupo en el momento más importante.
Hay bajón, qué duda cabe, se ha perdido algo que estaba al alcance, pero no hay tiempo para lamentos, ni espacio para esos arribistas que adivinan el pasado. El fútbol nos enseña que nadie sabe nada y, dado que en ningún caso conocemos el destino, nos permite elegir el camino ético y estético por el que queremos transitar. Si el rey ha muerto, viva el rey. No es por la vía directa, a por la promoción. El camino está por andar; el destino, por escribir. A por él, el que sea.
Cuando te remontan no se sabe en qué medida es responsabilidad propia o mérito rival.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 28-05-2012

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