miércoles, 31 de agosto de 2005

KUSTURICA EN LA VICTORIA

El frenesí de realismo social expandido por la Seminci se desparrama más acá del Puente Mayor. Poco menos de las diez de la noche del sábado, una algarabía insólita reclama mi curiosidad. Con el subir de la persiana, sin pagar entrada ni penar en cola alguna, ante mí una película cuyo guión -una celebración gitana, un quítame allá esas pajas y el rosario de la aurora- es digno del mejor Kusturica.

Personajes al filo del abismo cuya vida es un manantial ardiente: los gitanos. Comparten nuestras calles, pero no les conocemos. Forman una sociedad periférica al parecer inmiscible con la nuestra y sólo sabemos de ellos de tanto en vez cuando por algún arrebato protagonizan alguna página de nuestra prensa. Después tópicos y desprecio. Sin embargo son admirables. En medio de una sociedad abotargada por el sinvivir cotidiano de hipotecas y letras del coche, ellos viven al minuto y celebran a lo grande, mañana no existe, lejos de aburrimientos profilácticos y preocupaciones pecuniarias tiran la casa por la ventana y olé.

Para los payos la vida, como el dinero, se ahorra a plazo fijo esperando el momento oportuno para sacar rédito o  se cuida tanto que se la guarda bajo el colchón en pos del momento -siempre futuro- idóneo para su gasto. Por si acaso, quizá lo necesite. Pero la vida es una enfermedad incurable y no admite su gasto a posteriori.

La pasión es la vida de un gitano, pasión no por la vida sino por vivir. Castigados siempre, errantes desde mil generaciones, han aprendido apostados al margen del camino a no disfrutar mañana lo que puedan gozar hoy. Así son y nunca están solos, alegrías y penas no se esconden en sus casas, se comparten; sus cuitas también, de alguna tenemos noticias y sin más elaboramos juicios desde el desdén de nuestra presunta superioridad.

Su sociedad dentro de nuestra sociedad sufre ese vacío y se rebelan con un racismo a la defensiva, si no nos quieren no les queremos. Para nosotros ser gitano es casi sinónimo de traficante generalizando una realidad que atañe a muy pocos que, para más INRI, son el último y más débil eslabón de esa cadena asesina.


Muchos de los valores de nuestra sociedad aún no han calado en ellos, su pasión por la vida la perdimos en algún lugar de nuestra infancia. Unos y otros debemos aprender y no lo haremos mientras transitemos por rutas paralelas, esas que caminan juntas pero nunca se tocan. Todo sea por una película con final feliz.

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