El último en participar -un personaje gris, silencioso, carente de gracia, incapaz de llamar la atención; un tipo de cuya presencia ni nos habíamos percatado hasta que entran en la oficina del banco o en el vagón del tren que pretenden asaltar- es el cerrajero, el encargado de abrir la caja fuerte en la que se acumula el objeto del deseo de la camarilla, el leitmotiv que los aglutinó: los resplandecientes billetes que suman miles de dólares.
Hasta esas postreras escenas, el individuo en cuestión era
poco menos que un lastre que se escondía detrás del resto ante cualquier
peligro que amenazara al grupo. Le veíamos cabalgando algo rezagado, hasta ahí
su papel. En este instante, su desempeño cobra sentido. Una vez solventados
todos los demás peligros, solo unos centímetros separa a la banda del botín.
Una distancia pequeña, pero un obstáculo colosal. La dinamita no es solución,
junto con la puerta del arcón de seguridad se llevaría por delante tan
delicados papelitos que, una vez quemados, perderían su valor o dejarían un
rastro más sencillo de seguir. Aquí, la fuerza, la audacia, la velocidad,
pierden su vigencia. Solo el conocimiento y la agudeza del oído de unos pocos es
capaz de resolver la ecuación. Clic. Et voilà. Sonrisas, algarabías, disparos
al aire. The end.
Esta vez, el guion no condujo a bien el atraco. Nada
original tampoco, de estas también vimos, vivimos, otros pocos cientos. El
malogro se produce mucho antes. En un desfiladero inaccesible por una avalancha
de piedras, ante la acometida de un grupo de indios cuyas flechas les hicieron
saber que ese plan no sería, frente a la determinación de un sheriff poco dado
al güisqui que detuvo a tres cuartas partes de la partida. Al banco o al tren,
ni llegaron. No fue necesario pergeñar un decorado para simular una población
en medio del desierto, con sus casas, su saloon y su cárcel, a la que nunca
habrían de llegar los asaltantes.
Frustrado el plan, no tiene sentido que, por encendido que
se revuelva su coraje, el jefe masculle palabras contra el cerrajero, que le
apunte como responsable del desaguisado. Haberle llevado nada aportó. Pudo ser,
incluso, una rémora, pero no hay cosa que reprocharle. Sabía que era muy bueno
en lo suyo, de hecho el cerrajero Weissman fue clave en el atraco de hace dos
películas. Pero para poder hacer ‘lo suyo’, antes otros tendrían que haber
hecho otras labores que no hicieron. O el jefe haber cambiado de plan.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-12-2020
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