martes, 16 de agosto de 2022

DEMASIADO FRÁGIL

En cualquier plaza, una criatura se acerca a otra que está sentada en el suelo jugando con sus muñecos de superhéroes. La recién llegada, con cierta timidez, pregunta, “¿puedo jugar contigo?”. “No –responde tajante la otra –“. Sorprendido tras la negativa, la que permanece de pie repite la frase que con frecuencia escucha en clase, que tal vez ha oído en casa, que probablemente se la hayan dicho en alguna situación similar en la que desempeñaba el rol opuesto, “tenemos que compartir”.

Conoce la teoría, como su interlocutor, como el resto de la chavalería, pero solo la plantea en el momento que le beneficia.

Los adultos, con la libertad de expresión, nos comportamos de forma similar. Es como nuestro juguete, pero, excepto por su fragilidad, no se parece a un juguete. La reclamamos cuando pensamos que no la tenemos, cuesta más ofrecer la posibilidad de que la disfrute el otro sin ‘peros’ que la limiten, sobre todo si lo que expone cuestiona lo que pensamos, escapa de nuestros límites de lo admisible e, incluso, nos resulta desagradable u ofensivo. Pero esta es la única posibilidad, y exige un esfuerzo. A cambio, nos aporta una garantía: si asumimos el discurso del otro, estaremos menos expuestos a que un poder señale al que le cuestiona, a mirar con una visión sesgada inducida por el poder, a que se nos inocule el desprecio al discrepante, a que aparezca una mano dispuesta a eliminarlo. La libertad de expresión es cara, muy cara. Cara e, insisto, frágil.

Pienso ahora –imbuido por la actualidad, porque cada día muere gente por decir lo que alguien no quiere que se diga-  en el atentado que ha sufrido el escritor Salman Rushdie. Pero sobre todo, sea cual sea la causa concreta que ha conducido al asaltante, en que su vida pende de un hilo desde hace 33 años.  


Publicado en "El Norte de Castilla" el 16-08-2022

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