lunes, 18 de febrero de 2013

LA LEYENDA PERDIDA

Salía perdiendo en cualquier comparación. En aquel presidio convivían, al menos vivían juntos, asesinos convictos, traficantes habituados a marcar territorio, atracadores de gatillo fácil y los propios carceleros cuyos valores no se diferenciaban de los reclusos y su actitud la empeoraba por el simple hecho de ser los depositarios del poder. Formaban una caterva para andarse con cuidado, para recelar ante cualquier movimiento. Luke Jackson tendría que compartir ese territorio, en que la violencia se servía con más frecuencia que la comida, por un motivo mucho menor: destrozar un indicador de aparcamiento en medio de una borrachera. No era un santo, su carácter era excesivamente impulsivo, pero poco más. En medio de aquella cueva de lobos se veía como un alma cándida, tenía todas las papeletas para ser visto como tierna carne de cañon para ser servida en caliente. Luke recordó, no podía ser de otra forma, nadie que haya oído silbar las balas a centímetros de la oreja o el estruendo de las bombas al explotar puede olvidarlo, que, aunque a sí mismo se considerase, sin más, un ciudadano corriente, había participado en una guerra. Sabía que en terreno inhóspito, en suelo hostil, el primer mandamiento es hacerse respetar, forjar una imagen que fuera un escudo, y en ello puso todo su empeño.

Primer paso, retar a los carceleros. No obedecer ninguna de las normas, no aceptar por las buenas ninguno de los castigos, no acatar la disciplina carcelaria. Así mostraría al resto de los presos que, a pesar de estar allí por una chiquillada, no le era ajeno ese código de conducta. El problema viene después, cuando, precisamente por eso, además del respeto, consigue la admiración del resto de los presidiarios. Ya no necesitaría defenderse, ya saben que no se amilana, pero le ha surgido otra necesidad, la de alimentar esa imagen, seguir siendo ese ‘indomable’ cuya leyenda rodó en 1967 Stuart Rosenberg. Luke Jackson-Paul Newman ya no podía ser domado ni aunque lo desease, el personaje le había atrapado. Salirse de lo convencional, en esa tesitura, era lo más convencional.
El Atlético de Madrid tiene un palmarés envidiable, una sala de trofeos repleta, una historia para sentirse orgulloso. Una gracieta publicitaria, sin embargo, quiso transmitir otra imagen. Aquella campaña tuvo tal impacto que logró convertir la anécdota en categoría. El Atleti, obligado a compartir celda con otros grandes más ricos, quiso forjar su leyenda y empezó a ser ‘El Pupas’. Lo malo es que el recurso publicitario no solo transmitió hacia afuera, sino que consiguió que el mensaje se interiorizara dentro. Ser el Pupas resta obligaciones, si no se consiguen los objetivos no es por responsabilidad propia, sino consecuencia de alguna pirueta del destino. La pérdida de obligaciones conlleva un cambio de actitud, si siempre podemos encontrar alguna excusa no es necesario el esfuerzo. Así se generó un círculo perverso que devoraba entrenadores y se convirtió al viejo club colchonero en un zoco donde los jugadores se compraban, vendían, cambiaban. Hasta que llegó Simeone. Solo ha despojado a los jugadores de la excusa de la leyenda, no ha cambiado otra cosa. Su equipo no enamora, pero él no admite excusas sobre la entrega: toda, siempre. Ayer pasó por encima de un Real Valladolid al que le hemos visto jugar bien, regular y mal, pero nunca tan impotente. El Pucela había forjado su propia leyenda: la del equipo modesto que jugaba bien. Ahora parece incapaz de mantenerla. Tranquilos, hasta las leyendas más justificadas se toman vacaciones.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 18-02-2013

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