jueves, 1 de octubre de 2020

EL DIABLO COTILLA

Durante muchos siglos, al menos en nuestro ámbito cultural de referencia histórica, el ‘Maligno’  jugó un papel amenazador, tentaba a los humanos con el afán de hacerles desobedecer el mandato divino, anotaba en alguna libreta ígnea cada uno de sus triunfos y asumía el control de las almas de los difuntos desobedientes. En el fondo, nada distinto a los manejos de cualquier comercial de una compañía telefónica: usaba sus artimañas para convencer de las bondades de sus productos y, tras el sí, el incauto cliente estaba condenado a penar por las centralitas.

Por entonces, el soberano de turno no tenía más que hacerse con el control religioso de una comunidad, convertir su deseo en ley de Dios y el miedo al infierno se encargaba de docilitar a la población. Paulatinamente, ese miedo concreto dejó de surtir su efecto y determinados usos, antaño pecaminosos, se normalizaron. Entendimos, con Oscar Wilde, que la mejor manera de librarse de las tentaciones es ceder ante ellas. La paradoja se contaba sola: si creemos en el demonio, le daremos la espalda; ahora bien, si no lo tenemos presente, actuaremos según sus deseos. Por eso, a juicio de los que creen en su presencia, el principal poder del ángel caído consiste en habernos convencido de que no existe.

Con la intimidad ocurre algo similar, cuando no percibimos el riesgo estamos más expuestos a los desalmados. En nuestras actuales comunicaciones por teléfono decimos lo que sea con absoluta tranquilidad. No pensamos que nadie nos esté escuchando y damos por descontada la confianza en nuestro interlocutor. Y soltamos la lengua. Tiempo atrás, se era consciente de que cualquier llamada podía ser oída. No hablo de policías, ni poderes ocultos sino de la telefonista de cada centralita. Como cada pueblo tenía su señora Juliana, cada conversación escondía claves para que los detalles incómodos no pudieran ser descifrados.

Nuestra sociedad del espectáculo, en terminología de Guy Debord, necesita recrearse en lo anecdótico, en lo tangencial. La conversación íntima entre dos futbolistas debería resultar intrascendente, pero cualquier exceso verbal de alguno de ellos puede ser captado por un micrófono y poner al protagonista en el disparadero. La primera vez que vi un futbolista tapándose para que no se le pudieran leer los labios pensé que el tipo era un poco bobo. Veo ahora la foto de Roberto cubriéndose la boca mientras comparte confidencias con el portero rival y entiendo que su gesto deja patente que los bobos sí existen, condicionan y están al otro lado de la cámara. Y no, no me refiero a los fotógrafos.


Publicado en "El Norte de Castilla" el 02-10-2020

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