lunes, 6 de febrero de 2012

Cuarto de hora tarde

Mientras bajaba desde el estadio a la redacción iba recordando una conversación telefónica que tuve el útimo día que pasé calor en la calle. Estaba en el coqueto aeropuerto de Tánger, a punto de tomar el avión que me traería de regreso, cuando recibí la llamada de un familiar ya entrado en años al que nunca le faltó la curiosidad ni las ganas de aprender. Al contarle dónde me encontraba, le dije que a él le hubiera encantado la ciudad y que debería animarse. Ya no estoy para viajes tan largos, me dijo, yo me conformaré este año con ir a la costa de Cádiz. 
Al final es siempre cierto que nuestras ataduras tienen más que ver con lo que percibimos que con la realidad. Tánger huele a África, sabe a exótico, suena a lejano. Cádiz es cosa de aquí. Catorce kilómetros, una minucia en el mapa, son un abismo cuando no hemos mirado ese mapa. Como lo es una diferencia de cuatro goles si no hemos visto el partido. A priori, los cuatro tantos suenan a goleada, a victoria sencilla frente a un rival entregado. Así fue si consideramos lo que ocurrió a partir del minuto quince. Pero hubo un antes, un cuarto de hora en que el Nàstic pudo haber marcado tres goles ante una aparente desidia pucelana. Una actitud inicial pusilánime que parecía debida al exceso de confianza propiciado por la diferencia clasificatoria. El Valladolid salió a cumplir con un trámite, y cuando esto ocurre suele tener como consecuencia que la instancia se traspapela. Esas tres ocasiones marradas fueron tres bocinazos que despertaron a los locales del letargo y arrancó otro partido. Si los tarraconenses hubieran acertado alguna de ellas, podríamos estar contando otra historia. 
Las líneas anteriores no tienen como objeto la autoflagelación, sino la reflexión. Este Real Valladolid se ha consolidado como un gran equipo, hasta el punto de alentar el optimismo de los más escépticos, pero corre el riesgo de convertirse en su peor enemigo si piensa que tiene algo hecho, si se reblandece ante los elogios. D'Alessandro, el entrenador rival, se rendía al juego de los pucelanos: «El mejor equipo con el que he competido este año». En el punto de equilibrio entre saberlo y no creérselo está la clave. Saberlo, porque esa afirmación es una muestra del respeto ganado con mucho esfuerzo y refuerza la confianza. No creérselo, porque ese temor de los rivales solo se mantiene mientras perdura la misma actitud. Este equipo centrado al cien por cien es difícil de batir, pero si baja ese listón es accesible para cualquiera. Los puntos que haya que perder de aquí a final de temporada han de ser porque los rivales los ganen, no porque el Pucela los pierda. 
Así lo entendieron, aunque fuera un cuarto de hora tarde. A partir de ese momento, el partido discurrió cuesta abajo con momentos brillantes de juego colectivo y alguna acción individual impropia (por exceso) de la categoría, como el amago de Óscar antes de anotar su segundo gol: con un quiebro de cintura consiguió que toda la provincia de Tarragona se desplazase al oeste mientras él abría una brecha por el este. 
Pero no quiero que lo mucho bueno deslumbre y no permita ver los peligros de cualquier travesía. La distancia entre el éxito y el fracaso puede parecer oceánica pero, las más de las veces, un simple estrecho las separa. Un leve trayecto que se recorre con esos elementos intangibles que se resumen en la palabra 'valores'. Una asignatura en la que era maestra Charo Conde, una mujer que nos dejó la semana pasada y cuya vida fue una lección en ese sentido. En ese y en el de enfrentarse a todas las dificultades huyendo del victimismo. Pero eso da para otro artículo.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 06-02-2012

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