Cuando necesito destensar, descomprimir, deambulo pedaleando por las calles, me recreo apreciando la ciudad. También, contemplando el paisanaje. La verdad, estáis guapísimas y guapísimos. Transmitís esa clásica hidalguía castellana. Tenía esa percepción incluso cuando paseabais con las mascarillas. Hasta haber asumido que, si bajo de la bici, desentono por el desaliño.
Ahora, sin necesidad de caminar con media cara cubierta, palpita también una sensación de alegría. La mascarilla, además de las razones para las que se utiliza, desarrolla un efecto marginal: nos recuerda perennemente dónde estamos, nos impide evadirnos del presente. Al menos hasta que el hábito se naturalizó. Así, parecía que nos comprimíamos, que se nos borraba la sonrisa, que nos desaparecían las ganas de hacer algo, que los anhelos se nos confinaban.
Por lo mismo, la retirada de la obligatoriedad al aire libre
provocará un movimiento expansivo. Y no, no toca aquí una aviso de que esto no
ha acabado, de que las medidas son reversibles; de ello leerán y escucharán
miles de advertencias, les libro de una más. Mi cabeza desanda hasta el ‘día
previo’, da vueltas a un riesgo: la sensación de que, tras casi quinientos días
de excepcionalidad, podemos entender que ancha es Castilla, que el tiempo que
nos viene es la continuidad sin más del que dejamos. Como si antes de la
pandemia viviésemos en un mundo idílico, en una Jauja sin riesgo y todo haya
sido un alud de consecuencias sobrevenidas.
En el ‘día previo’ ya teníamos un mundo por mejorar, un
planeta al que le exigíamos mucho más de lo que de forma reiterada puede
ofrecer, en el que millones de personas de una u otra manera no tienen acceso a
situaciones vitales de mínima dignidad. Nos quitaremos la mascarilla, pero
tendremos que poner la cabeza. Y el resto del cuerpo.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 30-06-2021
No hay comentarios:
Publicar un comentario