lunes, 29 de abril de 2013

JOB Y LOS VASALLOS

No sabría dónde ubicarlo en un mapa actual, pero hubo un tiempo en que debió existir un país llamado Us porque de esas ignotas tierras encontramos una primera referencia en el Antiguo Testamento. Conocemos, eso sí, una ciudad con ese nombre en el norte de Francia, pero no creo que este libro sagrado para judíos y cristianos de toda índole emplazase al prototipo de la sumisión en tierras galas. Decir que Job, que así se llamaba este hombre, habitaba en Us es poco decir, en realidad era el amo del cotarro, señor de vidas y haciendas hasta el punto de ser considerado, por aquel entonces, como el más rico entre todos los orientales. Siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientas asnas daban fe del poder del señor Job.

Es de suponer que, como posteriormente tantos otros señores de distinto pelo que detentaron un poder omnímodo a lo largo de la historia, tuviera para sí que solo habría de rendir cuentas ante Dios, despreciando, de esta forma, las necesidades y los deseos de los que él consideraba menos. Si añadimos que, por coherencia discursiva, los que asumen ciegamente la obediencia de los demás hacia su persona comprenden que ante el sumo hacedor deben acatar su condición de vasallo, podremos entender mejor la historia (y la Historia). Job, padre además de tres chicas y siete chicos vividores y despreocupados, reposaba en su hamaca cuando, uno tras otro, fueron llegando mensajeros concatenando nuevas, a cada cual peor. Primero tuvo noticia de la pérdida de los bueyes, asnas, ovejas y camellos; poco después de la de toda su prole. De repente, el rico hacendado y prolífico padre se había quedado sin tales atribuciones. Job entonces se postró en tierra y exclamaba para ser oído: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó ¡bendito sea el nombre del Señor!». Eso sí, contra Dios, a quien injustamente culpabilizaba de la idea, ni una palabra. Digo injustamente, porque la decisión de los sucesivos castigos no fue cosa de Dios, sino del enemigo. Dios simplemente se regocijaba como lo hacía el señorito representado por Juan Diego en ‘Los santos inocentes’ presumiendo del comportamiento vasallo de ‘Paco el Bajo’.
El Señor me lo dio, pudo pensar la semana pasada el Real Valladolid, refiriéndose al punto logrado sin mérito en Granada. Pero si piensa en el partido de ayer, sentirá que el Señor le quitó dos frente al Sevilla. Sin realizar un partido espectacular, los discípulos de Djukic han demostrado que, de aquel equipo que antaño soñó con dejar de ser clase media, queda nada más que el recuerdo; que hoy por hoy, al Sevilla, de grande solo queda la boca de su presidente.
Esos dos puntos que la providencia no quiso que se quedaran en Valladolid impiden asegurar aún que el Pucela seguirá siendo de Primera. En otros lados, fuera del campo, la certeza de estar en un primer nivel no existe. Que un partido de esta categoría se juegue con el marcador apagado no puede ser considerado una simple anécdota, es, más bien, una metáfora. Job perdió su patrimonio una mala mañana por un reto del diablo y una humorada de Dios. El Real Valladolid ha conseguido un pingüe capitalito de cuarenta puntos que son más seguros que veinte años de cotización, pero no puede seguir depauperando esa imagen actual de equipo sin pretensiones porque, a la larga, esa aparente desidia puede contagiarse. Ese marcador apagado siembra dudas, transmite pesadumbre, y jugadores, trabajados y aficionados son menos dóciles que Job.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 29-04-2013

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