Bien pudo haber sido así. Juan Ignacio Martínez, ese
entrenador que viste como lo haría cualquier señor castellano para ir a
misa, se quedó plácidamente dormido en el sofá. En su cara se podían
leer todas las letras de la palabra felicidad. De súbito abrió los ojos
–apenas le costó un instante reubicarse en su nueva condición de
despierto– se levantó, caminó hacia su despacho, allí se sentó, tomó un
bolígrafo y, en el primer folio en blanco que encontró sobre la mesa,
escribió unas notas que concluían con un ‘ganamos al Barça’. Volvió a
sonreír recreándose de nuevo en la escena con la que había soñado
momentos atrás. Estaba, como cualquier padre, a los pies de la cama de
su criatura leyéndole un cuento.
Un mozuelo pasaba la tarde en su taller, dado que no era mucho el
trabajo que le encargaban, pasaba buena parte del tiempo en su inopia
particular. Unas moscas, pesadas de oficio, no le dejaban de incordiar.
El chico cogió un trozo de paño y, de un golpe seco, mató a siete de
ellas. Satisfecho, quiso inmortalizar la hazaña con una leyenda estampada
en una de sus camisas: Maté a siete de golpe. Se la puso y salió a
pasear por la ciudad. Entre sus vecinos se acrecentó el rumor de que el
lema hacía referencia a siete soldados que nuestro protagonista habría
abatido de golpe. Su fama llegó hasta el rey que, impresionado por el valor
del chiquillo, le encomendó enfrentarse a dos gigantes que atemorizaban
a los habitantes de su palacio. El reto era de órdago pero el joven no
podía volverse atrás, a riesgo de hundir su reputación, y aceptó la
encomienda.
Con un poco de astucia y un mucho de suerte, consiguió que
los gigantes se abatieran entre sí para regocijo del rey y mayor gloria
del chico. Juan Ignacio miró a la cama, vio sobre la almohada la carita
adormecida de la criatura, se levantó, le dio un beso y, antes de apagar
la luz, miró de nuevo la portada del cuento. Ahí estaba cuando se
despertó, esa carátula le produjo el mismo desasosiego que debió sentir
Arquímedes cuando salió de su bañera gritando ¡Eureka! Fue al despacho y
escribió el título del cuento: El sastrecillo valiente. Ahí está la
clave, pensó, Sastre y Valiente. Eso lo tenemos. Con un poco de astucia
llenaremos el cesto de puntos. Pero antes hemos de alardear, ya no
somos ese pobre chico que se comía los mocos en el taller, sino el que
estampó en la camisa: Ganamos al Barça. La fama llegó a Sevilla, pero el
gigante que allí habita no se dejó engañar tan fácilmente como los del
cuento y de un manotazo destrozó el sueño, el papel y hasta el bolígrafo
del bueno de Juan Ignacio que iba y venía por un pasillo del estadio
con el rostro cariacontecido.
El plan no había salido. Lo del cuento tenía su lógica, más si tenemos
en cuenta que los hechos previos venían aparentemente a confirmarlo.
Digo aparente porque, como ya cantaba Alejandro Sanz, no es lo mismo
estar que quedarse. Ese consejo ancestral que recomienda no tocar lo que
funciona, podría estar bien si hiciésemos siempre lo mismo, pero hay
que refutarlo si la utilidad que se busca es diferente. En una minipimer
que funciona bien cuando bate un huevo, tendremos que tocar las
cuchillas si lo que pretendemos es picar carne. Valiente hizo un buen
partido contra el Barça, donde batía, pero no es la cuchilla adecuada
cuando el rival, el Sevilla de hoy, te obliga a picar de un campo al
otro. Una cosa es frenar las acometidas de un toro y otra acometer tú a
un gato semejante. Una cosa es un cuento y otra la realidad, donde los
finales no hablan de perdices. Ni de pobres sastres valientes que se
enriquecen.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 17-03-2014
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