lunes, 17 de marzo de 2014

BATIR Y PICAR

Bien pudo haber sido así. Juan Ignacio Martínez, ese entrenador que viste como lo haría cualquier señor castellano para ir a misa, se quedó plácidamente dormido en el sofá. En su cara se podían leer todas las letras de la palabra felicidad. De súbito abrió los ojos –apenas le costó un instante reubicarse en su nueva condición de despierto– se levantó, caminó hacia su despacho, allí se sentó, tomó un bolígrafo y, en el primer folio en blanco que encontró sobre la mesa, escribió unas notas que concluían con un ‘ganamos al Barça’. Volvió a sonreír recreándose de nuevo en la escena con la que había soñado momentos atrás. Estaba, como cualquier padre, a los pies de la cama de su criatura leyéndole un cuento. Un mozuelo pasaba la tarde en su taller, dado que no era mucho el trabajo que le encargaban, pasaba buena parte del tiempo en su inopia particular. Unas moscas, pesadas de oficio, no le dejaban de incordiar. El chico cogió un trozo de paño y, de un golpe seco, mató a siete de ellas. Satisfecho, quiso inmortalizar la hazaña con una leyenda estampada en una de sus camisas: Maté a siete de golpe. Se la puso y salió a pasear por la ciudad. Entre sus vecinos se acrecentó el rumor de que el lema hacía referencia a siete soldados que nuestro protagonista habría abatido de golpe. Su fama llegó hasta el rey que, impresionado por el valor del chiquillo, le encomendó enfrentarse a dos gigantes que atemorizaban a los habitantes de su palacio. El reto era de órdago pero el joven no podía volverse atrás, a riesgo de hundir su reputación, y aceptó la encomienda.
Con un poco de astucia y un mucho de suerte, consiguió que los gigantes se abatieran entre sí para regocijo del rey y mayor gloria del chico. Juan Ignacio miró a la cama, vio sobre la almohada la carita adormecida de la criatura, se levantó, le dio un beso y, antes de apagar la luz, miró de nuevo la portada del cuento. Ahí estaba cuando se despertó, esa carátula le produjo el mismo desasosiego que debió sentir Arquímedes cuando salió de su bañera gritando ¡Eureka! Fue al despacho y escribió el título del cuento: El sastrecillo valiente. Ahí está la clave, pensó, Sastre y Valiente. Eso lo tenemos. Con un poco de astucia llenaremos el cesto de puntos. Pero antes hemos de alardear, ya no somos ese pobre chico que se comía los mocos en el taller, sino el que estampó en la camisa: Ganamos al Barça. La fama llegó a Sevilla, pero el gigante que allí habita no se dejó engañar tan fácilmente como los del cuento y de un manotazo destrozó el sueño, el papel y hasta el bolígrafo del bueno de Juan Ignacio que iba y venía por un pasillo del estadio con el rostro cariacontecido. El plan no había salido. Lo del cuento tenía su lógica, más si tenemos en cuenta que los hechos previos venían aparentemente a confirmarlo. Digo aparente porque, como ya cantaba Alejandro Sanz, no es lo mismo estar que quedarse. Ese consejo ancestral que recomienda no tocar lo que funciona, podría estar bien si hiciésemos siempre lo mismo, pero hay que refutarlo si la utilidad que se busca es diferente. En una minipimer que funciona bien cuando bate un huevo, tendremos que tocar las cuchillas si lo que pretendemos es picar carne. Valiente hizo un buen partido contra el Barça, donde batía, pero no es la cuchilla adecuada cuando el rival, el Sevilla de hoy, te obliga a picar de un campo al otro. Una cosa es frenar las acometidas de un toro y otra acometer tú a un gato semejante. Una cosa es un cuento y otra la realidad, donde los finales no hablan de perdices. Ni de pobres sastres valientes que se enriquecen.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 17-03-2014

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