No
lograron su objetivo porque, cuando habían conseguido una réplica
perfecta de los billetes de dólar americano, los aliados estaban a las
puertas de Berlín. La operación Bernhard moría por falta de tiempo para
ponerla en marcha. Un grupo de prisioneros encerrados en campos de
concentración son seleccionados por los jerarcas nazis por su especial
habilidad en cualquiera de las ramas de la impresión. En un primer
momento les piden que ‘fabriquen’ libras esterlinas para, por exceso de
dinero, poder hundir la economía británica. Consiguen la libra pero no
es suficiente, el enemigo ya no es Inglaterra sino los Estados Unidos.
Segunda exigencia: hay que fabricar dólares. A Salomon Sorowitsch, el
prisionero que dirige la parte técnica de la operación, le fascina el
plan. Él era un falsificador profesional y la moneda americana era su
asignatura pendiente. El reto, ahora con todos los medios a su
disposición, le estimula, pero, poco a poco, va siendo consciente de que
su éxito personal conllevaría una ayuda trascendental para los nazis.
La contradicción entre el orgullo y el deber la resuelve ralentizando la
operación hasta el límite, impidiendo, de esta manera, que los USA
murieran con los dólares al cuello. Esta historia real es la base en la
que se inspiró Stefan Ruzowitzky para rodar en 2007 ‘Los
falsificadores’.
Los
jerarcas nazis, y cualquiera con un mínimo conocimiento de
macroeconomía, es consciente de que el dinero mata cuando falta y ahoga
cuando sobra. La sobreabundancia genera una alianza perversa entre lo
económico y lo psicológico: el aumento paralelo de la inflación y de
las expectativas. Lo primero está muy estudiado, sobre lo segundo, al
entrar en el terreno emocional, existen menos estudios y más literatura.
La última historia de España lo pone de manifiesto, no se sabe si fue
antes el huevo o la gallina, lo cierto es que los políticos y los
ciudadanos se retroalimentaron generando expectativas: cada pueblo
parecía menos si no tenía completo el catálogo de edificios
emblemáticos. La lógica de esa historia nos conduce hasta hoy. El globo
de las expectativas, cuando estalla, convierte al día a día en un
solar.
Nombre
por nombre, el partido de ayer estaba desequilibrado. La plantilla del
Valladolid tiene la misma base que la del año pasado en Segunda con
algún retoque adquirido en el mercado de saldos. Su rival, el Málaga, ha
forjado un equipo con la fuerza del oscuro talonario de uno de esos
jeques que obnubilan cuando ostentan su pastizal. Visto así, los
vallisoletanos parecían los tontos de la película: un equipo menor
frente a un aspirante a engrosar el cupo de los grandes. Aparentemente,
los costasoleños han sabido crecer, mientras los castellanos se anclan
en la supervivencia. En realidad prefiero el modelo local, el de un
equipo que no pierde la cara aunque los nombres del rival hagan más
ruido mediático. No solo eso, hoy, salvo un rato al inicio, ha impuesto
su juego, ha merecido ganar holgadamente, algún jugador (verbigracia,
Omar) ha mostrado su mejor cara y, aunque no cubra merecimientos, sigue
sumando. El Pucela puede ser un equipo menor en este circo, pero parece
que consolida su existencia en el mundo real. Lo otro, lo del Málaga,
suena a capricho pasajero, a sueño que termina mal. A billete falso.
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