domingo, 1 de septiembre de 2013

OMAR: NOUVELLE CUISINE

Ni son horas, ni mi memoria da para recordar su nombre, ni señalar el medio en el que aparecía la cita, pero lo leí, palabra. Un cardiólogo, reputado según la revista que lo publicaba, recomendaba a los hombres invertir el orden de los factores en una cena romántica porque, en estas tesituras, sí se ve afectado el producto. Afirmaba el galeno que la sangre es la que es y, siguiendo el patrón clásico, no puede atender a tanto requerimiento. La digestión, ale, sangre ‘pallá’ obliga a un ímprobo esfuerzo a nuestro organismo. El sexo posterior, sangre ‘pacá’, reivindica su cuota alícuota, y así, como el ejercito nazi peleando en Stalingrado y solicitado por Normandía, nuestro cuerpo termina encallando. Infarto, que lo llaman. La solución pasa por armonizar tanto afán, por dejar de lado el guion convencional y dedicar el primer rato de la cita al  sexo. Una vez concluida la sesión, la sangre vuelve a su sitio y está dispuesta para pelear en la siguiente batalla, la de digerir los alimentos de la cena. Baile, copita y a dormir. Ya digo, según el cardiólogo de cuyo nombre no consigo acordarme.
Claro, también hay quienes, velando por nuestra salud y siendo conscientes de que nuestra tozudez nos impide el cambio de hábitos, nos aportaron otra forma de paliar los riesgos que parten del miocardio. Para ello desarrollaron una especie de cena sin cenar: la nouvelle cuisine. La diferencia sustancial de un restaurante de estos frente a los de toda la vida se hace visible por el tamaño del plato que parece haber crecido de forma inversamente proporcional a la cantidad de comida que en él nos sirven. Así, entre buscar el guisante (previamente caramelizado, eso sí), atraparlo y evitar que se caiga, la noche va pasando sin que el estómago tenga trabajo. Son, como ven, ideales, como preámbulo. Claro, que como en todo, hay cosas que no cuadran. Dicen que en alguno hay que pedir mesas con más de un año de antelación y así no hay forma. A ver quién es el listo que le propone a su pareja que se vaya preparando para dentro de quince meses. Corre el riesgo de encontrarse con la respuesta menos deseada, ‘salao’ ni sé con quien cenaré para entonces.
Por el Zorrilla, como si fuera un enorme plato, deambula Omar como si fuera un guisante buscando su sitio. Caramelizado, eso sí, porque el chico parece dulce. No sé si son las casi dos obradas que ocupa el campo, o la hora y media que dura el partido, pero siempre nos deja la sensación de hambre. Participa, no se le puede negar, lo intenta, arranca con unas buenas dosis de talento y energía, pero el solomillo se queda en un trocito de prueba. Dicho lo cual, cuando algo le sale aunque sea a medias, da gusto verlo. Bien adornadito, con sus salsas de colores. Pero, siempre un pero. Entra más por los ojos que lo que rellena el estómago, aviva al paladar que al flujo sanguíneo, guapo pero evanescente.
El Getafe es un equipo, al menos por lo visto ayer, con muchos omares y un portero. Jugadores vistosos que se dejan comer la tostada Hombre por hombre pesan más que los de blanco y violeta, pero aquí fueron un equipo ñoño bien macerado por el Pucela. Y no murieron antes gracias a Moyá que cerró la boca de los aficionados que ya cantaban el gol en cuatro momentos.
Para tranquilidad de los que se ponen fácilmente nerviosos, el Valladolid ya suma sus tres primeros puntos, serán muchos más, de eso no se duda. Juan Ignacio Martínez, ese entrenador que viste como lo haría cualquier señor castellano para ir a misa, camina feliz a por el vermú y los calamares.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 01-09-2013

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