jueves, 24 de octubre de 2013

APRENDER A SER ESPAÑOL

Dos versiones de un mismo artículo, una más burra que otra.

Una noche cualquiera, Adolfo Infante paseaba con su marido por las calles de Palencia, tamaño afrenta no podía quedar impune y ya hubo quien les dio la tunda que se merecían. Denunciaron, pobres incautos, los hechos a la policía y esta emitió un informe clarificador. No fue una agresión homófoba, fue, vamos a decirlo claro, una gamberrada propia de dos alegres borrachines, Asunción, Asunción, echa otra de vino al porrón, y a mí, como  ya recordara el prócer Aznar, nadie me tiene que decir cuánto vino tengo que beber. Adolfo, como la mujer del boticario del pueblo de Gila al ver asesinado a su marido, ‘se enfadó el tío asqueroso’ y a posteriori recibió la misma respuesta que aquella: ‘Si no sabe aguantar una broma, márchese del pueblo’.
No fue una agresión homófoba, claro que no, la policía tiene toda la razón. Los mandobles los hubieran recibido igual de haber sido unos sucios negros, unos moros de mierda, dos bolleras cogidas de la mano o un guarro melenudo con una camiseta de esas de la enseñanza pública. Dos hostias bien ‘das’ y un ¡Harriba España! con hache o sin ella. No, Adolfo y su marido no cobraron por maricones, recibieron por antipatriotas. Porque a ojos de estos simpáticos achispados, la patria es lo que queda después de barrer la escoria. Aman, dicen, a España, pero odian a los españoles que no sean de la única forma que ellos entienden de ser español: ser (dios nos libre) como ellos: dueños de una patria que se arroja a la cara del distinto, esencia de una España que golpea.
Más finamente, sin necesidad de ir puestos hasta las trancas de vinazo, desde la bancada del Partido Popular en el Congreso, dispararon con un ¡biba España! -con be o con uve- al diputado de ERC Alfred Bosch cuando solicitaba un minuto de silencio por Lluis Companys. La patria, de nuevo, se convirtía en excusa para escupir.
La paliza que recibió Adolfo es una señal, pero el virus del miedo queda inoculado y parece extenderse en medio de una complaciente impunidad. El grito del Congreso advierte de que determinada forma de cantar a la patria es una amenaza. Puños de hierro y guantes de seda. El mismo brazo. 

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Una noche cualquiera, Adolfo Infante paseaba con su marido por las calles de Palencia, tamaña afrenta no podía quedar impune y ya hubo quien les dio la tunda que se merecían. Denunciaron, pobres incautos, los hechos a la policía y esta emitió un informe clarificador. No fue una agresión homófoba, fue, vamos a decirlo claro, una gamberrada propia de dos alegres borrachines, Asunción, Asunción, echa otra de vino al porrón, y a mí, como  ya recordara el prócer Aznar, nadie me tiene que decir cuánto vino tengo que beber. Adolfo, como la mujer del boticario del pueblo de Gila al ver asesinado a su marido, ‘se enfadó el tío asqueroso’ y a posteriori recibió la misma respuesta que aquella: ‘Si no sabe aguantar una broma, márchese del pueblo’.
No fue una agresión homófoba, claro que no, la policía tiene toda la razón. Los mandobles los hubieran recibido igual de haber sido negros, moros, dos mujeres cogidas de la mano o un melenudo con una camiseta de esas de la enseñanza pública. Dos tobas bien ‘das’ y un ¡Harriba España! con hache o sin ella. No, Adolfo y su marido no cobraron por bujarras, recibieron por antipatriotas. Porque a ojos de estos simpáticos achispados, la patria es lo que queda después de barrer la escoria. Aman, dicen, a España, pero odian a los españoles que no sean de la única forma que ellos entienden de ser español: ser (dios nos libre) como ellos: dueños de una patria que se arroja a la cara del distinto, esencia de una España que golpea.
Más finamente, sin necesidad de ir puestos hasta las trancas de vinazo, desde la bancada del Partido Popular en el Congreso, dispararon con un ¡biba España! -con be o con uve- al diputado de ERC Alfred Bosch cuando solicitaba un minuto de silencio por Lluis Companys. La patria, de nuevo, se convertía en excusa para escupirle a la cara de otro.
La paliza que recibió Adolfo es una señal, pero el virus del miedo queda inoculado y parece extenderse en medio de una complaciente impunidad. El grito del Congreso advierte de que determinada forma de cantar a la patria es una amenaza. Puños de hierro y guantes de seda. El mismo brazo. 

Publicado en "El Norte de Castilla" el  24-10-2013

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