domingo, 31 de enero de 2016

UN POCO MÁS LEJOS


Aún recuerdo el día en que llegué al colegio en el que posteriormente pasé seis años interno. Corría el año 1980. No se me quitó en todo el día la cara de búho, esos ojos abiertos de par en par que pretenden asimilar de un solo golpe de vista todo el nuevo mundo al que te incorporas. Tan recién llegados como yo había otro par de docenas de chavales. Los frailes nos juntaron a todos en la misma sala para que nos fuésemos conociendo. En realidad, esa es una idea propia de adultos: los niños no necesitan más que la ocasión para ponerse a jugar entre ellos; no requieren presentaciones, ni se ciñen a protocolo de cortesía alguno más allá de acercarse, sonreír y preguntar ¿puedo? Después, cuando el juego se haya dado por concluido, ya habrá tiempo para contarse lo que haga falta. En aquella sala, entre temerosos y sorprendidos, nos levantamos de uno en uno para decir con todo el aplomo que podíamos cómo nos llamábamos, de dónde veníamos y contar alguna cosa de nuestro pueblo. Recuerdo el dato: Rasueros, seiscientos habitantes. Años antes tuvo más, hasta mil, pero -víctima del éxodo del campo a la ciudad- sus gentes se fueron yendo para asentarse en los diferentes alcorcones’ en que se daba el proceso inverso. En 1950, en aquel pueblecillo a la vera de Madrid eran los que vivían apenas setecientos paisanos. Hoy, mientras Rasueros languidece como lo hace ese centenar de personas que aún quedan, Alcorcón camina en pos de los dos centenares de miles de habitantes. Al fin y al cabo, la dinámica económica y, por ende, la social genera fuerzas centrípetas que lanzan a las personas esa dirección. Castilla, escribía hace unos días el leonés Julio Llamazares en El País, es la región que más sufre el centralismo de Madrid y la que más carencias tiene. Llamazares recordaba al escritor soriano Avelino Hernández quien en su día aventuró que Castilla «se muere sin remisión». Nunca se sabe en qué momento se trunca una línea, pero esta parece caminar tenaz en su dirección.
Hasta antes de ayer, el Real Valladolid tenía como rivales cercanos al Burgos o al Salamanca y miraba por encima del hombro a los equipos de esos pueblecillos de la periferia de Madrid. Un Alcorcón-Leganés, por ejemplo, sonaba a partido de tercera, a meritorios de los alrederdores. Ahora - mientras burgaleses y charros añoran aquellos tiempos- ambos le preceden en la tabla. Los dos pretenden sumarse al Getafe o al Rayo Vallecano. Tarde o temprano lo conseguirán, los movimientos que generan las fuerza centrípetas giran a su favor.
Allí, en Alcorcón, el Pucela jugó ayer un partido tan apagado y triste como lo es enero en cualquier pueblo castellano. Nada sucedía, el tiempo pasaba y lo único que pasaba era el tiempo. El puro muermo daba para recordar el fulgor del partido de la semana pasada como si hubiera sido una estrella fugaz, un poco de luz que aparece de repente y que no tiene continuidad.
Los noventa minutos pasaron sin sustos ni sobresaltos, sin tener en ningún momento la sensación de que algo o alguien pudiera romper ese resultado que está escrito antes de empezar. Una suma de nadas que tiene un punto de recompensa, un punto que no es ni tanto como para rearmar el espacio de las ilusiones ni tan poco como para perder cualquier esperanza. Es un punto para seguir, como buenos castellanos, agarrados al día a día, preocupados tan solo de sobrevivir, reezando el madrecita, madrecita que me quede como estoy. Un punto que da de comer, pero no mata el hambre.
Así, aun con la sensación de que que si nada pasa, nada puede cambiar, cualquier objetivo -aunque lleguemos a creer que sigue a la misma distancia- se encuentra un poco más lejos.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 31-1-2016

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