lunes, 23 de octubre de 2023

BONITO PERO NO BUENO

Mientras este planeta continúe siendo pisado por congéneres nuestros, no faltarán reflexiones, a buen seguro dispares e incluso contradictorias entre sí, que aborden la relación entre ética y estética; entre el análisis del propio comportamiento humano y el estudio de la belleza y los sentimientos que nos provoca. Mientras estos congéneres prosigan disfrutando del fútbol en la misma medida que lo gozamos (muchos de) sus predecesores, se nutrirán controversias en que se cosan o descosan vínculos entre ganar y jugar bien. No faltarán quienes contrapongan ambas circunstancias, quienes planteen falsos dilemas. Tampoco quienes, al modo de Ludwig Wittgenstein, entiendan que «ética y estética –ganar y jugar bien, para el caso balompédico– son uno». No siempre, claro: rivales de mayor entidad o circunstancias accidentales podrán, de tanto en tanto, evitar que lo bien planteado, lo correctamente preparado, lo adecuadamente ejecutado, logre su objetivo del triunfo. Puede. Siempre será, sin embargo, el mejor camino para poder conseguir el objetivo final.

Ocurre que en estas discusiones se suelen confundir los conceptos 'bien' y 'bonito', términos que pueden ir de la mano tanto como emprender, cuando lo bonito se mezcla con las malas compañías de lo efectista, lo artificioso, lo fruslero, trayectorias opuestas. El juego (aparentemente) bonito pierde todo su valor cuando se distrae con adornos innecesarios, deleites narcisistas, aderezos superfluos; cuando no infiltra –como las vetas de grasa en la carne, para conformar el jamón ibérico– los rasgos de carácter en la belleza de los gestos técnicos.

Hace unas semanas alguien cercano, no diré que mi padre para que no se enfade por contar cosas suyas, se sometió a una operación delicada, 'arriesgada' le aventuró el cirujano. Huelga decir que su cara lastimera, implada, cuando le avisaron de la inminencia del traslado al quirófano, definía el miedo, la vulnerabilidad. Concluido el trance, retornado a la habitación, pasé la noche a su vera. Con la amanecida por completar, llamó uno de mis hermanos para informarse de los detalles de la noche. Todo había transcurrido con una normalidad que mejoraba las previsiones.

–Ha dormido bien.

De repente, un trueno retumbó en ambos lados de la conversación, una voz que confirmó el optimismo, que despertó las carcajadas.

–Bien, por los cojones.

Prueba elocuente: ese, tan diferente al que unas horas antes apenas balbucía, era él en todo se esplendor. Sus palabras, desde luego, no competían en belleza con las de, por no salir de la tierra, Teresa de Jesús o Juan de la Cruz, pero transmitían la hermosura de lo deseado, la fuerza de la verdad de un carácter que reaparece, que se impone, que no se puede impostar. El áspero «bien, por los cojones» superaba cualquier prueba diagnóstica.

Pruebas no superadas por un Andorra que, jugando más bonito –mejor, diría alguno; aparentemente, añadiría yo–, fue incapaz de insuflar una gota de miedo al Pucela. El temor de la afición tuvo más que ver con la consuetudinaria desconfianza en los propios que con la audacia de unas escaramuzas rivales difuminadas en cuanto olían la línea del área. Bonito, que no bueno, el juego andorrano recubría su superficie en medio de campo con pan de oro. Fuera de ahí, el adorno se mostraba ineficaz. En una y otra área careció de contundencia: de convicción para sostener atrás, de malicia para dañar delante. ¿Eso es jugar bien? Bien, por los cojones. Con dos fogonazos y una dosis de oficio, tuvo el Pucela material suficiente. Y John, cuando corresponde, se dice, ejerciendo de baluarte cuando se le requirió.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-10-2023

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