Alcé la vista y contemplé una
presencia idéntica, un perfil calcado, un rostro remedado, una melena
tenuemente más oscura, a varias de las imágenes apiladas en mi recuerdo:
treinta y cinco años después me topé con la silueta de E. frisando la veintena apostada
en la barra del bar del pueblo. Me acordé de Alfredo, el proyeccionista de
‘Cinema Paradiso’, empeñado en convencer a Totó de que huyera de su tierra sin
volver la vista atrás a riesgo de, como Edith, la mujer de Lot, convertirse en
estatua de sal: “no regreses, no te dejes engañar por la nostalgia”, “has de
ausentarte mucho tiempo para encontrar a tu vuelta a tu gente, la tierra donde
naciste”. Alfredo, desolado, resignado, se lamenta, “supongo que tenía que ser
así”, de forma similar a Delibes en el comienzo de ‘El camino’: “Las cosas
podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”.
A Daniel, el Mochuelo, también lo largaron a la ciudad en busca del progreso, sea
eso lo que sea, que seguro no se encontraba en ser quesero como su padre.
Mi madre, tal vez, de niña
entendería que su pueblo era el mundo y crecería con ella. Mi madre, una vez
madre, cuando el tractor había comenzado a trazar los surcos del futuro, comprendió
la “realidad inevitable y fatal” y pretendió abrir a sus hijos la senda hacia
ese progreso. Luego la llamaré y se repetirá el lamento de cada año cuando
agosto declina.
-Pues ya se han ido todos.
Me hará recuento de las casas
vecinas que se vacían, aventurará sin margen de error que saldrá a la puerta de
la calle y no se encontrará con nadie, le desolará la ausencia de barullo, el
exceso de orden, signos de la lejanía de parte de sus quereres y, sin palabras,
me transmitirá que le abruma la asunción de que morirán con el pueblo, de que
el pueblo morirá con ellos.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 27-08-2024
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