domingo, 10 de abril de 2011

Felicidad y fechoría


La convicción es una forma refinada de autoengañarse. Ese exceso de fe sobre las posibilidades de uno mismo o esa certeza infundada de estar destinado para fines superiores por algún ignoto designio, surte, a veces, de algún efecto que puede ser positivo. La sugestión es uno de ellos. Despreciando nuestros propios límites somos capaces de llegar más lejos de lo que nuestra capacidad, a priori, nos permite. Esa creencia, en casos de grave enfermedad, ha tenido poder terapéutico.

De la misma forma, cuando la realidad no se compadece con el deseo que genera la convicción, se pierde la razón y se buscan culpables que justifiquen el desacuerdo. Aparecen las prisas por revertir la situación, el miedo a ser perseguido y la sensación de ser la diana donde clavan los dardos de una conspiración.

Las prisas impiden actuar con naturalidad y evitan que podamos articular todas nuestras posibilidades. La razón pierde su sentido y cualquier plan se ahoga en las turbulentas aguas de la precipitación, máxime cuando el rival, consciente de esa debilidad, convierte en mina cualquier agujero. Los fantasmas son los dibujos que representan al miedo, el enemigo infundado que aparece en nuestras pesadillas para robarnos el juguete que consideramos nuestro, invadir el territorio del que nos creemos dueños o quedarse con nuestra pareja. La confluencia de esos miedos nos hace sentir el ombligo de una conspiración lo que degenera en paranoia. En fútbol, el enemigo universal que justifica cualquier fracaso se llama federación y se encarna en forma de árbitro. El enfermo que sufre todos estos síntomas es el Celta. La hinchada viguesa arrancó el partido gritando: «¡Qué sí, joder, qué vamos a ascender!» y pasó, sin solución de continuidad, a entrar en una guerra ficticia contra un rival que no era el oponente. El equipo, como marca el termómetro de su afición, vive y juega aparatosamente porque en un ataque de convicción llegó a verse en Primera División y, ahora, cuando el hilo se quiebra, se rompe su sueño y culpa al despertador. Decía Woody Allen que el hecho de ser paranoico no implica que no te persigan, no digo yo que el Celta no tenga parte de razón en sus quejas pero media un abismo de ahí al estado de ánimo en que se encuentran.
A ese equipo se ha enfrentado el Real Valladolid que ha realizado el partido más inteligente de la temporada. Los pucelanos supieron ver la sangre en el ojo de los jugadores celestes pero entendieron que esa rabia no era contra ellos y supieron medir los tiempos.

Aplicaron una dosis de paciencia que enervó a un apresurado Celta, le atornillaron al final de la primera parte con un gol que más podía doler al paranoico, de penalti que, aún siendo justo, aumentó la sensación de sentirse perseguido. En toda la primera parte, sin llegar a abrumar, fue nítidamente superior. Se esperaba la sentencia.

En el descanso, los celtiñas tomaron otra dosis de convicción, consiguieron empatar y dominar posteriormente. Todo parecía haber cambiado hasta que volvieron a ver enemigos en cada falta que les pitaron en contra por evidente que fuese, y perdidos en su mundo permitieron que el Valladolid se recompusiera. Una oportuna llegada de Óscar le permitió cabecear un balón centrado con precisión por Nauzet. El Celta murió. A partir de ese momento, los pucelanos tuvieron ocasiones más que de sobra para sentenciar pero, ni Álvaro Antón en un franco mano a mano con Falcón, ni Javi Guerra al que le falta la chispa -¿cosas del cansancio?- que tantas veces le permitió adelantarse al central por un milímetro, cerraron el encuentro.

Pero no había inquietud, el Celta agonizaba. Pecó de exceso de fe a lo largo de la temporada y ahora, en vez de buscar con sosiego las causas de su bajón, mata moscas a cañonazos y no le queda para Balaídos más que salvas de fogueo.

Les pasa a ellos pero debemos aprender la lección para cuando seamos nosotros los que entremos en esa espiral. Pensaron que fe era la primera sílaba de felicidad resulta que es el inicio de una fechoría.


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