sábado, 11 de enero de 2014

LA BOINA DE ANICETO

Como en años anteriores, mi amigo Aniceto (que no, que no fabulo, juro que se llama así) comió las doce uvas en un refugio cercano a la Laguna Grande de Gredos. El primer día del año, por cosa de las malas condiciones meterorológicas, no pudo culminar la costumbre: hincar el diente al Almanzor. No obstante, a pesar de esta actitud precavida, Aniceto no pudo evitar, le cito, ‘un hecho trágico: mi boina ha caído en acto de servicio (una ráfaga de viento que...)’. Ernesto, presente en la conversación, puso cara de pesadumbre y le respondió con no menos sorna: ‘Siempre se van los mejores’. Y me acordé , como cada vez que la escucho, que esta frase es la misma que digo en alto cada vez que llega a mis manos un ejemplar de la revista El Jueves y veo que ya no están las ‘Historias de la puta mili’ en las que el fallecido Ramón Tosas ‘Ivá’ narraba con ironía y mordacidad las aventuras milicianas de un grupo de zagales.
En una de estas historias cuenta la llegada de un nuevo oficial con aires de cambio al cuartel. Este, viendo el inmundo estado en el que se encontraban las cocinas, ordenó que se llevara a cabo una limpieza a fondo para que la soldadesca pudiera alimentarse con mayores garantías higiénicas. Tras el zafarrancho llegó el momento de inaugurar esa cocina limpia como una patena y qué mejor que preparando unas raciones de las consabidas lentejas. Cuando llegó la hora de la comida, el oficial entró en el comedor y paseó ufano entre los chavales esperando los parabienes de la tropa, pero un malestar se iba apoderando de los comensales. Un malestar que tomó cuerpo en el momento en que uno de ellos dijo a voz en grito que esas lentejas no sabían a nada, y, entonces, se armó la de San Quintín. Las lentejas, sin el goteo de esa grasa que se acumula formando estalactitas, sin la carne de insecto que se les quita al ser espulgada, no saben a nada. Con la decisión del oficial, las legumbres habían perdido toda su vidilla y eso parecío inadmisible a las huestes del sargento Arensivia. Así sabía ayer, y es el regusto que va quedando tras cada partido, el Real Valladolid. Como ese cocido sin hueso, como esa morcilla sin sangre, como esa pasta apenas cocida. Algo que puede alimentar un poco pero que al contacto con la boca se queda en nada. Algo menos aún si Don Álvaro no juega y deja al equipo expuesto a la fuerza del sino. En la obra dramática, el don Álvaro del Duque de Rivas se arroja al vacío, mientras grita: ‘Soy un enviado del infierno, soy un demonio exterminador’. Del nuestro, por el contrario, esperamos que vuelva al campo como enviado del cielo, como ángel aglutinador. Porque no son los cuatro goles la mala noticia, lo alarmante son las sensaciones que transmite un equipo en el que los jugadores han perdido la confianza colectiva y ello provoca la concatenación de naufragios individuales. En el fondo es casi mejor así, es preferible encontrarse de frente con un diagnóstico duro que nos impela a tomar las medidas necesarias que con una serie de malestares que nos hagan creer que podemos seguir tirando como si nada. De menospreciar la gravedad de la situación, salvarse va a ser más difícil que encontrar con vida la boina de Aniceto.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 11-01-2014

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