lunes, 24 de noviembre de 2014

EL MALDITO CAMBIO

Las calles parecían demasiado oscuras en 2081, el gobierno había aprobado una enmienda por la que la igualdad sería obligatoria; pero no cualquier igualdad, no aquella que dicta que todas las personas han de ser iguales ante la ley, ni la otra que reclama que todas han de gozar de un mínimo común de oportunidades, ni siquiera aquella basada en la creencia de que, al final de nuestros días, un juez supremo nos juzgará con el mismo rasero, no. La igualdad de esos días imponía que fuesen todas iguales. Una sociedad así fue descrita por Kurt Vonnegut en un ‘Harrison Bergeron’, una distopía que pretendía llevar al límite de lo absurdo el concepto de la igualdad. Mas esa igualdad nunca fue reclamada por nadie, no hay mente que pueda soñar con ese mundo salvo la de quien, en sus fantasías más depravadamente húmedas, aspira a que el resto de la humanidad no se salga de esos caminos que son las cañadas por las que transitan las ovejas.
La igualdad que uno ha escuchado reclamar, aquella que en julio de 1789 se coreaba en los alrededores de la Bastilla, busca que ningún hombre tenga tanta necesidad como para tener que venderse y que ninguno tuviera tanto poder como para comprar a otro. Lo demás, lo del relato, no define una sociedad de iguales sino de idénticos, que puede parecer lo mismo pero no es para nada igual. Decía que nadie reclamaba la sociedad de idénticos, pero de la misma manera también es cierto, y bien lo sabía el Papa Gregorio I cuando incorporó la envidia a la lista de pecados capitales, lo que escribiera Dante Alighieri en la Divina Comedia, a veces el ser humano pervierte el amor por sus bienes hasta convertirlo en el deseo de privar a otros de los suyos. Quizá por ello, o por no ser capaz de entender las cosas que no se pueden medir, el talento siempre está bajo sospecha. Ayer vimos cómo el Real Valladolid imponía su juego, el resultado aún era incierto, pero en una balanza pesaba más que el del rival. Hasta que el entrenador sustituyó la clarividencia de Óscar por la rapidez de Bergdich. A partir de ahí el campo se inclinó hacia el otro lado. La velocidad -como la fuerza, el carácter… - es una salsa sin carne, un dibujo en la arena de la playa. Algo que, sin juego que lo sustente, se convierte en puro e inocuo voluntarismo. Óscar puede desesperar por sus episodios de aparente indolencia, a veces podemos pensar que no ha hecho apenas nada, hasta que deja de estar y vislumbramos que algo ha desaparecido. Olviden el nombre del salmantino si quieren, pero no la función que desempeña, esa de la que Rubi -vaya usted a saber por qué- alegremente prescindió al realizar ese maldito cambio. De golpe todo cambió. Y es que, aunque un entrenador tenga la obligación de tratar por igual a todos sus jugadores, no puede pensar que todos son idénticos, ni dejar en el vacío la función para la que solo unos pocos están capacitados. Ni ahora ni en 2081. 

Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-11-2014

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