martes, 17 de octubre de 2017

LA HISTORIA ES UN PUÑETERO CENTÍMETRO

Foto "El Norte de Castilla"
En la escuela ya aprendimos que el teatro clásico -y sus descendientes- se estructura en los consabidos presentación, nudo y desenlace. Un armazón este, también válido para casi cualquier desempeño narrativo o, sin más, argumentativo. El oyente, el lector, recibe la función con la secuencia indicada. El orden de creación, sin embargo, no sigue el mismo camino. El autor piensa primero en el desenlace porque ahí radica el fondo de lo que pretende transmitir. La presentación y el posterior nudo no son más que la excusa para llegar a ese punto culminante en que se presenta bien envuelto el mensaje que se quiere transmitir. 
La Historia, la oficial, se escribe de la misma forma. Conocido el desenlace, comienza el relato de unos hechos y sus juicios consecuentes que parecen conducir de forma inexorable a dicha conclusión. Es algo lógico, por varios motivos. De una parte, por la sencillez. Conocido el fin, nos sentimos -siquiera involuntariamente- condicionados. El relato entonces se subordina al culmen ya consumado. Es más fácil trenzar una narración si conocemos cómo termina. De otra, por la orientación del juzgador que siempre es que tiene más poder para erigirse en juez. El resultado le otorga un poderío y una legitimidad que de otra forma no tendría. Del estadista al botarate no hay más diferencia que el triunfo en la contienda. No duden de que si la II Guerra Mundial la hubiera ganado el ejército nazi, nuestro relato sería muy otro. Los que se convirtieron en héroes habrían caído en el olvido y, los que ahora consideramos de forma unánime como seres perversos, serían considerados paladines de nuestra civilización. Una Historia, la que tenemos interiorizada, que es la que es y así, mal que bien, la hemos ido aprendiendo. Una historia que ha sido así y no de otra forma por una suma concatenada de pequeñas insignificancias. 
Si existe un terreno en que esta realidad se eleva al infinito, es en el verde campo en que se juega al fútbol. Ayer, el Valladolid empató  y le supo a poco. Del empate nos acordaremos, lo marcará la clasificación, lo recordarán las hemerotecas; el insípido sabor del punto se perderá en pocos días.  Los futbolistas son conscientes de ello. Saben que su prestigio y los emolumentos que reciben se multiplican o dividen por el designio de un puñetero centímetro. La experiencia les ha enseñado que los insultos y parabienes se reparten en función del resultado final. El resto de lo que ocurre resulta anecdótico, intrascendente, muere.    
Mata, de espaldas, muestra el nueve. Un número que en fútbol es más que un número, es una declaración de intenciones. Es el ariete, el encargado de bregar con la defensa rival, el último eslabón de una cadena que ha de concluir con el balón alojado en las redes rivales. Acaba de rematar, el gol parecía inminente, el partido en el costal, pero una mano milagrosa, la del portero rival, en la última décima de segundo envió el balón al larguero, al primer centímetro inútil. Mata sabe que ha perdido la ocasión. Las manos a la cabeza cumplen con un doble objetivo: lamentar el maldito centímetro y admirar el desempeño del rival.  Nano, el defensa almeriense, respira con el aire inverso. Su cuerpo, todo, exclama un ‘menos mal’.  Hervías, mientras tanto, sabe que toca seguir y a ello se dispone. 

Publicado en "El Norte de Castilla" el 16-10-2017

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