lunes, 16 de septiembre de 2024

IMPÚDICA DESNUDEZ

Acostumbrado como uno estaba a recibir broncas en ristra –en ristra porque para ello aportaba en ristra sobrados motivos, en ristra porque ante cada motivo se sucedían, una tras otra, las voces que se erigían en jerarca reprensor– me pasmó contemplar a mi padre desautorizando ante mi madre la decisión tomada por mi tío el cura de apagar la tele debido a lo impropio que resultaba para un niño la indecorosa exhibición carnal, aun en blanco y negro, que emitía: una 'película de vaqueros'.

¿Qué pretende tu hermano?, preguntaba cariacontecido mi padre mientras, incrédulo,extendía los brazos. ¿Que los indios monten a caballo en traje y corbata?

No quiero imaginar la diatriba, el escándalo desencadenado, si mi tío, al llegar a mi casa, me hubiera descubierto, prendado frente a un televisor, contemplado la primera mitad del partido del Pucela en Balaídos. Sin necesidad del perentorio juicio final, lo menos, me habría arrojado con sus propias manos a las abrasadoras calderas de Pedro Botero. Aquellos indios ecuestres exhibiendo sus torsos, confrontados con la impúdica exhibición de desnudez del Pucela, resultarían pudorosos eremitas.

A lo largo de esos tres cuartos de hora largos, como el que olvida sobre la cama la camisa, el pantalón o los calzoncillos, el Pucela saltó al terreno de juego mostrando sus flácidas carnes: buena parte de las prendas que habrían de haber conformado su vestimenta no aportaron siquiera pretexto para ser nombrados por el narrador del partido. El balón discurrió por territorios –por delante, por detrás o por encima– que les resultaban ajenos. Ajenos y casi siempre rivales. Las pocas veces que el balón estuvo en los pies blanquivioletas, tras debatirse indolentemente entre los centrales y el portero, volaba desde Hein al delantero Latasa, pelota perdida y y vuelta a aguantar los empellones celtiñas. Así, Kike, Amallah o Chuki, sin plan dispuesto para elaborar, alicortados por la encomienda de obturar el juego rival, cumplieron con una sentencia que les condenaba a observar el juego como las vacas miran el tren.

El fútbol, generoso y cruel en función de su apetencia, ofreció una oportunidad: el Valladolid tuvo el empate a tiro de piedra, piedra que se alejó por una expulsión.

Pezzolano desterró la razón o la razón le conminó a encomendarse al azar, a jugar la carta de Kenedy: la prenda más cara; la que permanece en el armario porque nadie pujó por ella; la que ha perdido el color hasta, por haberse convertido en transparente, revelar la blandura de la parte que pretende tapar. Pero si una vez tuvo color, pensaría Pezzolano, quizá, tal vez... Y Kenedy pisó el césped antes que los Sylla, Machis o Marcos André que, a priori, desde la distancia que escribo, le antecedían en la lista de preferencias. Infructuosamente. El hombre de poco tiene culpa, no creo que su pobre desempeño responda a la falta de interés, a la irresponsabilidad, pero su aportación no cuaja, no viste, ni siquiera cubre. Por más que a veces lo parezca, o lo muestre de forma tan literal como en la foto, el problema no consiste en que se rasque las partes.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 16-09-2024

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