A mediados del convulso, muy convulso, siglo XIX, para variar con un pelín de retraso en España, una serie de cambios empezaban a modificar el paisaje político, social, económico e intelectual. Y también el natural, por supuesto. Desde tiempo atrás, se apuntaban transformaciones del modo de observar la realidad, de los instrumentos que posibilitaban la fabricación o el comercio. Con la máquina de vapor de Watt, la evolución aceleró de forma tal que el mundo ¬–en principio nuestra parte del mundo- se mostraba irreconocible para los ojos que unos decenios antes lo habían observado. Aquella Primera Revolución Industrial había abierto la mayor secuencia transformadora de la humanidad. Si cualquier residente del XIX hubiera lanzado la vista atrás, reconocería el mundo de sus padres, el de los padres de sus padres, el de los padres de los padres… Supondría que en unas generaciones el mismo mundo sería diferente, pero reconocible. Ni las prodigiosas imaginaciones de Verne o Wells pudieron aventurar el desarrollo desencadenado. Atisbaron pero se quedaron muy cortos. El británico, supongo que horrorizado, un año antes de su muerte pudo comprobar que la realidad en Hiroshima y Nagasaki superaba amplísimamente cualquiera de sus ficciones.
Proliferaban entonces las publicaciones de prensa, ahora, incluso, con afán informativo. Y eso pese a que el analfabetismo impedía la lectura a la mitad de los hombres y tres cuartas partes de las mujeres. En Valladolid surgen El Avisador y El Correo de Castilla. Ambos, casi de inmediato, advierten que dos ojos ven más que uno y se fusionan. Surge El Norte de Castilla: testigo no necesariamente impávido del vértigo de este tiempo, vigía de los aconteceres en este rincón del mapa al que dicha ebullición ha ido vaciando –si no en términos absolutos, sí de forma comparativa-, relator también de las pequeñas historias que aportan la sustancia humana de los grandes acontecimientos.
¿Y qué pinto yo en esto? Pues no lo sé. Y eso que me lo pregunto aturdido al comprobar el elenco de firmas al que acompaño; y eso que, privilegiado, lo disfruto cada vez que me acerco a la redacción sintiéndome, siquiera de forma muy menor, parte de esta historia; y eso que, pasmado, cuento este año como el decimoséptimo desde que Eloy de la Pisa se acercó a mi barrio a preguntarme si me atrevería a escribir algo de cada partido del Pucela. Incauto le dije que sí, claro. Ni por lo más remoto imaginaba perdurar hasta hoy. Bueno, tampoco imaginaba el ofrecimiento (gracias, Eloy). Diecisiete, uno de cada diez. Y mi madre diciéndome hace unos días que a este paso terminaría de escritor. Pues igual sí, madre.
De qué ofrece ‘El Norte’ sabrán ustedes bastante más que yo. Quizá desconozcan, eso sí, lo que ‘El Norte’, ustedes, me ha aportado. Aquella propuesta se produjo en un momento crítico. La pendiente me arrastraba hacia el fondo. No sé si hubiera aguantado el nuevo topetazo, si hubiera acopiado fuerzas para seguir dando tumbos. Quizá mi hijo era la única rama a la que agarrarme para no caer. El compromiso me irguió. No podía decepcionarme desatendiendo la responsabilidad contraída con algo que me trascendía. De esa fuente manaban la necesidad de reflexionar, el compromiso de respeto a cada uno de ustedes –tanto si comparten mi visión como si no-, la obligación de imbuir de honestidad cada palabra escrita… Bebiendo de esta agua, el refuerzo vital se produjo; las heridas cicatrizaron. El ‘registrín’ (gracias Juan por alentarme), aquel burro de ingrata tarea del texto que impulsó el encuentro con Eloy, supuso una cura para el que les escribe.
La transformación continúa. No me atrevo a aventurar cómo ni por dónde. Pero continúa. Ya, por siempre, habré sido parte. Un privilegio. Gracias.
Publicado en el suplemento por el el 170 aniversario de "El Norte de Castilla" el 25-10-2024
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