jueves, 6 de abril de 2017

LA VIDA ESPULGADA

Imagen de Luis Grañena, ctxt.es
Susan Sarandon interpretó el papel de la señora Prejean, una monja estadounidense que vive empeñada en la abolición de la pena de muerte, en una película de Tim Robbins que en España se tituló, precisamente, ‘Pena de Muerte’. En ella no se gasta apenas un fotograma en alentar el sentimentalismo, no hay espacio para debates coyunturales. La condena capital no es cuestionada por su irreversibilidad en caso de error, no; la discusión se plantea ‘a pelo’ sobre lo que supone institucionalizar la venganza, sobre lo que significa el hecho de que una sociedad se arrogue la potestad de quitar la vida a una persona por más que sus actos hayan sido perversos. Para lograr este objetivo se nos presenta a Matthew Poncelet, un condenado a muerte maravillosamente recreado por Sean Penn, que no deja ni un solo resquicio para la lástima, no admite compasión. Se debate en términos éticos sobre el derecho a la vida de una persona dejando al margen cualquier grado de empatía.

Esta honestidad ética e intelectual choca frontalmente con lo que está ocurriendo últimamente en España y que la pasada semana se puso, una vez más, de manifiesto en los alrededores del juicio a Cassandra Vera, la joven condenada por entender el tribunal que 13 de sus tuits referidos al asesinato del penúltimo presidente del gobierno franquista responden al delito de humillación a las víctimas del terrorismo. Más allá de los análisis sobre la tipificación del delito, de la pertinencia de ese tribunal de excepción que es la Audiencia Nacional, de la diferente vara de medir en función de la procedencia del exabrupto tuitero, produce vértigo comprobar cómo se establece un debate social sobre la vida completa de la protagonista. Hemos asistido a un espectáculo en el que se ha espulgado el pasado de Vera con el mismo denuedo con el que mi madre lo hace con las lentejas, procurando encontrar cualquier piedrecilla en su biografía que pudiera servir para presentarla como un ser despreciable. A partir de ahí, la condena parecería justificada. Pero no se trataba de juzgar su vida, sino unos hechos concretos.

 La sentencia de la Audiencia nos hace sentir menos libres; la del tribunal público nos refleja como una sociedad incapaz de establecer un debate basado solo en argumentos, a pelo, sin espacio para las trampas de la empatía.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 06-04-2017 

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