lunes, 9 de junio de 2003

MORIR SOLO, SÓLO MORIR

Arsenia y Amalio pudieron haber muerto allá por el año 25 del siglo pasado, cuando nacer y seguir vivo era arte de funámbulos, pero sobrevivieron. Hasta el otro día. Quizá mucho antes habían dejado de existir y la fuerza que arrastraba sus pies no era sino el reflujo del último estertor. Pero de su muerte física nada supe hasta antes de ayer. Podrían haber muerto en esa guerra traidora en la que jugaban a esquivar obuses o en esos exangües años posteriores de estómago vacío, a todo ello resistieron. Por un miserable chusco llenaron de llagas sus manos y así, año tras año, hasta que la maquinaria les echó de las prosperas fincas del señorito. En la capital, con tantos como ellos, encontraron cobijo bajo una chapa, entre cuatro tablones. Sólo varios años después, incontables horas de trabajo después, compraron una casa digna de tal nombre. En ella criaron a sus cinco hijos, en ella invocaban a esos axiomas de la unidad familiar. Pero a su alrededor las viejas estructuras se derrumbaban antes de construir las nuevas. Dos días atrás aparecieron muertos en su vieja casa, seis días llevaban sin que nadie les hubiese echado de menos; mas su muerte se produjo mucho antes, cuando se despeñó la única institución en que los humildes podían creer: los que tenían cerca. 

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