lunes, 13 de junio de 2011

Don Juan y el magistral

El Pucela, como la Regenta, había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo. Acababa de recobrar la consciencia y tuvo la sensación de haber recibido un beso cuando su cuerpo estaba separado de su entendimiento. Unidos, al fin, la materia y el alma de Ana Ozores, esta fue consciente del cúmulo de tragedias acaecidas en su entorno.

En realidad, antes de todo eso, tampoco se puede decir que su vida hubiese sido feliz. La poca sintonía entre sus deseos y la presión que ejercían sus circunstancias eran constante fuente de conflicto interior. A esa insatisfacción había llegado por un doble motivo: los que la querían jugaban un papel distinto -y a veces opuesto- al que ella quería y los que la deseaban no la consideraban más que una presa, un animalillo puesto en juego para saciar el orgullo de dos prebostes sin escrúpulos, dispuestos utilizar cualquier asechanza para salir victorioso de duelo tan miserable.
Entre los primeros su anciano marido, Víctor Quintanar, que hacía las veces de los padres que nunca tuvo, y Tomás Crespo, Frígilis, asumía que, por condición, su amor nunca podría dar el salto de platónico a carnal. Tanto la amaba, que en pos de su felicidad dio un paso atrás y, para tenerla cerca y poder contemplarla, ayudó a que se casara con Víctor. Ambos la aman, pero ninguna puede ofrecerla lo que necesita. Al final unos mueren y otros lloran.
Los que litigan por poseerla no tienen otro sentimiento más noble que el deseo de poseerla y se aprovechan de su influencia para conseguirlo. El magistral trata de dirigir desde su confesonario los pasos de un camino que habría de desembocar en él. El predicador del cabildo catedralicio, bajo la túnica de garante moral, con la fuerza que ofrece el poder de la palabra pronunciada desde el ambón, ejerce la simonía material y pretende conducir la sexual de su aconsejada. Algún día ella se rebelará, pero esa fecha, aquí, está por llegar. El otro contendiente, Álvaro Mesía, solo anhela una muesca más en su currículum de donjuán y no duda en traicionar la amistad, aprovechando la cercanía que esta procura, del propio Quintanar. Los sentimientos de los que habla y con los que la pretende camelar son como un duro de madera. En principio su presencia poco aporta, pero luego contribuye a que la Regenta recupere la salud y la alegría en esa finca de la última parte de la temporada. Pero la felicidad que proporciona no es más que un cepo. Aparentemente, consigue su propósito, al menos de eso pavoneará, pero termina, camino de Madrid.
También hay quien estando a su servicio, ante el olor de una mejor oferta, como Petra, es capaz de urdir una trama de idas y venidas sin otra intención que garantizarse el mejor sustento. Aunque para ello haya que traicionar a todos.
A veces una página resume un libro, otras es un partido el que resume una temporada. Se empieza bien y se alimenta una aspiración que nos hace olvidar que es inmerecida por la trayectoria. Pero un golpe, un mal golpe pero no mortal, desmorona del todo un entramado que había empezado a tambalearse al suceder lo incomprensible: que cuando tienes un encuentro dominado, una aparente sensación de superioridad futbolística y dos goles de renta se dedica tiempo a vallar la finca en vez de regar las flores. De ahí al final se rema, pero no se llega. Podemos buscar excusas, seguro que las hay, pero la responsabilidad propia es una realidad tozuda. Podemos hablar del árbitro, pero jugar el segundo partido fuera de casa es el justo pago por un demérito acumulado.
Pucela, la muy noble y leal, corte en lejano siglo, seguirá haciendo la digestión del cocido y de la olla podrida, y continuará descansando mientras oye entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbará allá en lo alto de la la buena moza aplazando su retorno a la primera un año más.

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