lunes, 26 de enero de 2015

LAS DOS CARAS


Contemplar el valle de Valdivielso desde el alto de la Mazorra es uno de esos placeres visuales que la naturaleza nos regala. En un momento pasaré por allí, pero la noche ya se ha echado encima y esconderá la belleza del valle. Hace poco más de un año, sin embargo, pude contemplarlo. Aquella mañana había bajado con la bici desde Espinosa de los Monteros a Villarcayo donde hice la primera escala para visitar el pueblo y, cosas de la casualidad, ver el paso del pelotón de la Vuelta Ciclista a España que recorría la misma ruta que yo, pero mucho más deprisa y en sentido inverso. Continué mi transitar con la dulce compañía del río Ebro, hasta que nuestros caminos se separaron, el suyo apuntaba al este, el mío hacia el sur. Él continuaba bajando, a mí me tocaba subir la Mazorra. Una pedalada, otra, una señal indicando que el desnivel era del once por ciento, otra pedalada, una mirada hacia arriba. Así iban quedando atrás los metros, hablar de kilómetros no tenía sentido, la distancia entre un punto kilométrico y otro era un abismo. Cada cierto tiempo, una parada, agua, comida, aire, recuperar el resuello y a seguir. Cuando estaba a punto de llegar, con casi todo el valle a mis pies, suena el teléfono. Busco un descansillo, bajo de la bici, y converso con la amiga que me llama. Tras decirle por donde me encontraba y que me estaba dejando la vida, me responde que no sería para tanto, que la ‘Vuelta Ciclista’ había pasado por ahí y ese puerto aparecía en el perfil de la etapa pero que estaba catalogado como alto sin puntuar, vamos, que era una tachuela. Miré atrás, blasfemé, y le dije que no podía ser, que era duro de verdad. Se rio. Continué dando pedales pero no salía de mi cabeza la cantinela, no podía ser que esa subida que me estaba venciendo no fuese ni tenida en cuenta por los ciclistas de verdad. Hasta que llegué arriba, miré al frente y tuve la misma sensación que Phileas Fogg cuando se percató de que, en su intento de dar la vuelta al mundo en ochenta días, él mismo había contado un día de más. La imagen del otro lado no se correspondía con la dejada atrás: una pequeña bajada tendida que daba entrada a un páramo. Claro, los de la vuelta habían subido el poco trecho que ahora tendría que bajar y bajado esos ocho o nueve kilómetros que me habían parecido interminables. Ahora fui yo el que llamó a mi amiga para aclarar el malentendido. Sonreí.

La misma Mazorra no era la misma desde un lado y desde el otro, vamos, nada que ver. La Mazorra que subió el sábado pasado el Real Valladolid es un puerto largo, pesado, desagradable como masticar arena. Tanto que terminó venciendo a los blanquivioletas que no tuvieron pedales suficientes en las piernas para imponerse. Ayer, sin embargo, el puerto fue tendido, plácido, excesivamente sencillo a pesar de ese duro repecho que supone remontar un gol recibido al poco de empezar. Es esta la única explicación que encuentro a las dos caras mostradas en apenas una semana por el Pucela: ni eran tan malos el domingo pasado, ni son los fenómenos que parecieron en Mallorca. La diferencia de ritmo en el pedalear estuvo propiciada, sin más, por el rival. Los llagosteras, mirandeses y demás, equipos duros, correosos, disciplinados y que minimizan las virtudes de los rivales, son huesos que el Pucela no sabe roer. Por el contrario, los equipos que intentan jugar de tú a tú, los que ofrecen espacios, los que permiten parar la bola y mirar, se convierten en un bocado de nata. El único cambio del Valladolid ha estado en el rival. No conviene, por tanto, venirse muy arriba. Quedándonos, eso sí, con el maravilloso espectáculo del que hemos disfrutado. Y con Pereira, un frasco pequeño que viene dispuesto a esparcir su aroma.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 26-01-2015

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo Joaquin. No existe ningun revulsivo en el equipo. ¿O quizas si?. Si entendemos por revulsivo que ciertos rivales jueguen con las manos en los bolsillos. Un saludo

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