martes, 20 de abril de 2004

EL CRISTO Y LA BOLSA

Si hiciera caso a mis descreídos ojos y nada más me preguntase, esos renglones de feligreses  escritos en las calles a lo largo de la semana santa obligarían a reconocerme en medio de una sociedad henchida de un fervor religioso que, sin embargo, el resto del año desmiente. Una contradicción nada aparente que en principio me desconcierta. 

Bajo las caperuzas de esas reatas de penitentes que marcharon en filas de a uno se disimulan las caras de nuestros vecinos mostrando resabios de una religión prescrita con analgésicos marca dogma cuya modernidad se enarbola en pos de las treinta monedas que nos aporta el gran fetiche futurista: el turismo. Mañana, cuando las tallas reposen en sus aposentos cotidianos y muchos escondan sus convicciones religiosas para mejor recuerdo en el mismo armario donde guardan almidonada la túnica de sayón, los hosteleros harán cuentas.
Pregunto por los motivos que llevan a esa fascinación parareligiosa y una palabra está en la boca de todos: tradición. Tradición es lo que une la fe de mis mayores con los usos de ese hoy que campa rampante. Tradición como la que llenará en primavera las iglesias de novios que darán el si quiero al fuego de un altar al que no se volverán a acercar. Tradiciones inmarcesibles huecas de contenido que perfilan nuestras costumbres, se transmiten según nuestro carácter pero no reflejan las inquietudes. ¿O es acaso ese Jesús cuya muerte se conmemora el modelo al que se aspira?

Mas la tradición no crece sola, hay que regarla con el agua de sustantivas campañas institucionales, a falta de sol y playa buenos son cristos yacentes para abarrotar los hoteles de la ancha Castilla (y León). Cierto que es una buena tajada de ingresos y un acicate para el estímulo económico -siempre de unos más que de otros- y no seré yo el que lo critique. Pero resulta paradójico el empeño en mostrar la imagen de un modelo de espiritualidad a los que sólo se dejan seducir por el clink de la caja. 

En la semana santa los miembros del sanedrín, fariseos y saduceos, junto a los comerciantes que fueron arrojados expeditivamente del templo, celebran con ojillos acongojados la muerte de quién les despreció. Sus cabezas, sin embargo, disfrutan del espectáculo escatológico que protagonizan, según ellos, las mismas turbas que pidieron la libertad de Barrabás.

Paradojas de una religión muerta de futuro, gracias a Dios.

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