domingo, 8 de mayo de 2011

La flor en el erial

Las estadísticas son una forma de engañar como cualquier otra, una forma de explicar lisa y cuadrada facetas que son ásperas y redondas. Sirve para ofrecer frías pistas pero estas, sin contexto ni sentimientos, tienen el mismo valor alimenticio que el agua hervida. Ayer, lo sabéis, falleció Severiano Ballesteros. Su palmarés es extenso pero hay algunos que le superan. Atendiendo a los datos, Seve pertenece al club de los grandes pero sin ser el más grande. Sin embargo lo es, lo sigue siendo, por impacto y talento, por el valor añadido que supone ser un pionero. Cualquier campo de tulipanes en Holanda puede ser hermoso pero no es comparable con la belleza de una flor que brota por generación espontánea en un erial, una flor que, con la ayuda del viento, tiene fuerza para hacer verdeguear un desierto.

Los números también dicen que el Real Valladolid se encamina por buena senda hacia la promoción tras encadenar una serie de resultados excelentes pero ni enamora, ni genera confianza. Hasta ayer la base de la alimentación clasificatoria se componía de garbanzos y un marrano. Como en la España en que Seve empezó a jugar al golf. Como fue mi primer decenio de vida tras salirme los dientes. Seis días de la semana cocido en el plato. Monocultivo. Un saco de garbanzos y un cerdo matado en vísperas de la navidad garantizaban el plato lleno, con una misa y un marrano hay para un año, decían en la puerta de la iglesia el día de la fiesta los que no iban a pisarla más hasta el año siguiente. El Valladolid, en época de escasez, ha seguido la misma dieta. Los garbanzos se llamaban Javi Guerra que ha llenado los platos, semana tras semana, con sus goles y el cerdo, dicho sea con perdón, su tocayo Jiménez que ha dado sabor al cocido desde la portería. No es menospreciar al resto, es una forma de jugar, la elegida por Abel, y que recuerda, salvemos las diferencias, al Madrid de la época galáctica: buena parte de sus victorias se asentaban en los goles de Ronaldo y las paradas de Casillas.
Pero ayer era siete de mayo, treinta y tres años atrás pisé un restaurante por primera vez. Pelo recién cortado y bien peinado, trajecito de chaqueta y pantalones de tergal. Tomaba la primera comunión. El menú nada tenía que ver con el de partidos anteriores. Bien es cierto que el desayuno de la primera parte fue el habitual, tazón de leche con unas pocas galletas y empate a cero pero la comida no. La segunda parte fue una ida y venida constante de bandejas repletas, al fin y al cabo los pobres siempre hemos entendido la celebración de forma pantagruélica y en este caso hubo hasta seis oportunidades de llenar la tripa. Semejante manjar de goles no se saboreaba desde aquellos negros días en que ni para garbanzos teníamos y, curiosamente, también frente al Numancia. Los entrenadores, como los curas en días de función, se llevan las manos a la cabeza ante tanta demostración de gula, en sus sermones hablarán de templanza y de equilibrio defensivo pero, ellos también son humanos, disfrutan y participan del jolgorio. Los curas no comen piedras del río y a los entrenadores han sido niños que jugaban al fútbol. El pobre Abel se volvía loco preparando a Matabuena cuando el partido iba empatado, a Jofre cuando el marcador indicaba una desventaja y, de nuevo a Matabuena cuando se volvía a empatar. Los aficionados quieren los garbanzos del triunfo diario pero siempre disfrutan de un banquete aunque termine con un poco de acidez de estómago. Puestos así, habrá que declarar festivo el derbi del Duero, 15 goles en dos partidos, ataque de gula y de lujuria.
Mañana se volverá al día a día, la temporada tiene pinta de alargarse en forma de promoción. En breve, los amantes de los datos harán cábalas y expondrán una tabla con los posibles resultados y los cruces subsiguientes. Habrá quien diga que es mejor que nos toque tal o cual. No hagan caso. Lo mejor es confiar en el trabajo de uno mismo, realizarlo con pasión y llegarán los resultados, o quizá no. Pero, aun siendo así, no habrá nada que reprochar. No son los números, no es el palmarés, es la capacidad para no rendirse ni ante la única batalla perdida de antemano: la de la vida, la de la muerte.

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