Ha pasado tiempo suficiente para que la actualidad degluta
la actualidad y ya estemos a otras cosas. Pero mi cabeza aún anda dibujando un
ribete en la reflexión sobre las imágenes de los berridos entre chicos y chicas
de los colegios mayores reseñados estos días. Será porque (hace ya 35 años)
sufrí una pésima experiencia que aún me incomoda.
Verán, me negué a participar en actividades que como recién llegado se supone me correspondían. Ritos de integración -decían. Lo siento, no es manera –entendía yo. A partir de ahí, las represalias. La primera, la ‘desocialización’: Los ‘veteranos’ te negaban la palabra e imponían al resto de ‘novatos’ el mismo proceder. 35 años he dicho, vaya, que la conducta reflejada no es coyuntural sino estructural.
Es un caso menor, pero indicativo del poder, de la fuerza de
imposición, de la masa que explica ‘que siempre ha sido así’ e impone que así
continúe bajo la amenaza de convertirte en paria. Y entras, porque cuanto mayor
sea tu negativa mayor será la fuerza que te atosigue para que cumplas con los
preceptos de la manada. Si te obstinas, más dura será la represalia. Será que
la capacidad de adaptación darwiniana nos convierte a los humanos en dóciles
sumisos que acatamos sin cuestionar las jerarquías. Así cualquier poder acota
su territorio: articula la hegemonía y delinea la homogeneidad; domina y diseña.
Estoy convencido de que no todos los que berreaban desde la
ventana disfrutaban con tal ‘costumbre’. Estoy convencido de que alguna de las
que escuchaba enfrente y lo justificó lo hizo con la boca pequeña. Como
convencido estoy de que más de un análisis, reacción o toma de postura, estaba
contaminado por el deseo de quedar bien en el entorno. Estadísticamente es
imposible que a todos los protagonistas les pareciera bien. Y a casi todos los
de fuera, mal. Pero así nos integramos.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 11-10-2022
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