domingo, 12 de mayo de 2013

EL BOSQUE DEL MIEDO


El verano de dos mil once miraba de frente a su fin, las puertas de los colegios estaban ya entreabiertas y mi periplo en bicicleta por Portugal había concluido esa misma tarde sabatina en las calles de Valença do Minho. Las pocas pedaladas que aún habría de dar servirían para cruzar el puente que atraviesa el río fronterizo que da nombre a la ciudad que despedía y poner pie en la gallega Tuy. Una vez allí podría tomar algún tren que me devolvería a casa. Pero resulta que el tren esperado no salía hasta las siete de la mañana del día siguiente y no pasaba por la estación situada en la ciudad sino en otra que, aun perteneciendo al mismo municipio, estaba ubicada en la parroquia de Guillarey. Ni el tiempo de espera, ni la distancia suponían, a priori, ningún inconveniente. La espera se lleva bien cuando es sábado por la noche y la distancia era de cinco escasos kilómetros, apenas nada para quien viene de recorrer casi mil a golpe de pedal. Pero ese estrambote escondía una sorpresa, unos cientos de metros que atravesaban un bosque en el que las copas de los árboles de un lado de la carretera besaban a las del otro. La oscuridad era absoluta, solo la luz del foco de la bici me permitía vislumbrar el borde de la carretera. Pudieron ser tres o cuatro minutos los que tardé en atravesarlo, pero hubo tiempo más que de sobra para comprender las innumerables leyendas sobre meigas que en Galicia se han parido. La Santa Compaña acechaba tras cada árbol, entendí lo que era el miedo a la nada, el irracional. El miedo es un resorte del instinto de supervivencia del que no nos hemos despegado ni siquiera cuando la razón ofrece argumentos para no tenerlo. 

Debe ser porque el Real Valladolid ha visto tantas veces las orejas al lobo que, pese a que los puestos de descenso han estado siempre lo suficientemente lejos, seguía vivo el miedo a ocupar una de las tres últimas plazas. Bien, ya no hay razón, tras el bosque llega el claro y la estación está a la vista, el tren de primera saldrá la próxima temporada y el Pucela tiene ya el billete en la mano. Lo irracional ha sido, en todo caso, que ese miedo atávico no haya desaparecido antes. Parece que, en este caso, más que el instinto de supervivencia, lo que prima es la incapacidad para disfrutar de una buena temporada y, más aún, la ausencia de aspiraciones, no vaya a ser que, pasadas unas semanas, nos demos de bruces con la realidad. Y digo que me sorprende porque me parece que estamos ante una inversión de papeles entre la vida y el juego. Mientras que es sensato poner saber quiénes somos y de dónde venimos y así fijar los pies en el suelo cuando se trata de abordar nuestro presente y nuestro futuro, hemos vivido como si los derechos sociales fuesen invulnerables hasta que comprobamos que nanay, que lo que no se defiende se termina perdiendo. En el juego, y el fútbol no es más que eso, tenemos capacidad para soñar, para aspirar a lo que no somos, para fantasear, porque el riesgo no deja de ser menor, y sin embargo nunca pensamos que nada es definitivo hasta que las matemáticas así lo atestiguan. Al final, el error consistía en jugar la vida y vivir el juego, en haber convertido nuestro día a día en una apuesta de la que no somos más que fichas, y al juego en una vida paralela. El juego, al fin, debería ser la sublimación de ese instinto competitivo para mejor convivir después. Morir metafóricamente en la pista, para vivir mejor fuera de ella. 

Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-05-2013

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